Islandia nunca ha sido un país convencional. Al fin y al cabo, se trata de una isla situada a casi mil kilómetros del punto más cercano del continente europeo, con una naturaleza extravagante de volcanes, géiseres y pozas de barro hirviente, como un mundo aparte cuyos habitantes -330.000, un poco por encima del censo de La Rioja- han acabado desarrollando algunas pautas de comportamiento propias y singulares. En los últimos cuatro años, desde que la crisis financiera hundió el país en una inesperada miseria, esa tendencia de los islandeses a organizarse según sus parámetros particulares ha quedado más clara que nunca: el Gobierno renunció a asumir la monumental deuda de los tres bancos más importantes, los nacionalizó, garantizó los ahorros de sus ciudadanos y, en fin, dejó en la estacada a los extranjeros, sobre todo británicos y holandeses que tenían dinero en esas entidades. Además, se abrieron decenas de casos por corrupción contra directivos bancarios y se acabaron presentando cargos contra el que fue primer ministro de 2006 a 2009, el conservador Geir Haarde, que se convirtió ayer mismo en el primer jefe de Gobierno mundial que acaba en el banquillo por el 'crash' económico.
Haarde, acusado de negligencia por no haber adoptado ninguna medida ante el inminente desastre, podría ser condenado a dos años de cárcel: le reprochan que desoyese las advertencias y no hiciese «nada» para poner coto a unos bancos que se habían inflado hasta equivaler a nueve veces el producto interior bruto del país. «Creíamos hasta el final que bastaría con salvar a uno de los bancos -declaró Haarde en la primera sesión del juicio-. Hasta los últimos días antes del colapso no nos dimos cuenta, o ciertamente yo no me di cuenta, de hasta qué punto estaban interrelacionados, de que eran más o menos la misma cosa. Para entonces, por supuesto, era demasiado tarde». El tribunal que lo juzga, el Landsdómur, es una corte especial para miembros del Gobierno, que existe desde 1905 pero que jamás había actuado hasta ahora. Sus quince integrantes tendrán que decidir si la conducta de Haarde, una especie de pecado por omisión, es susceptible de castigo penal.
El problema, para muchos, es que seguramente Geir Haarde no debería estar solo en el banquillo. La comisión especial del Parlamento que investigó la debacle bancaria confeccionó un informe de 2.600 páginas en el que se mostraba tremendamente crítica con el primer ministro, al que dibujó como un gestor pusilánime, desinformado e ineficaz, pero también atribuía culpa por lo ocurrido a tres de sus ministros. Esa responsabilidad compartida se ha ido quedando por el camino: en septiembre de 2010, el Parlamento aprobó que Haarde fuese llevado a los tribunales, pero dejó fuera a los otros tres, entre los que había dos socialdemócratas. La semana pasada se volvió a votar sobre la posibilidad de reconsiderar todo el asunto, y los diputados decidieron seguir adelante por una diferencia mínima de 33 votos a 27. La sociedad islandesa se ha ido distanciando de este proceso, cada vez más enrarecido: hace un año, lo respaldaban dos de cada tres ciudadanos, pero ahora la proporción se ha reducido al 50%.
Apoyo del obispo
En las conversaciones sobre este asunto no tarda en surgir el nombre de Davíð Oddsson, que estuvo al frente del Ejecutivo de 1991 a 2004, fue gobernador del Banco Central de Islandia de 2005 a 2009 y, desde entonces, dirige el periódico 'Morgunblaðið'. Según la comisión parlamentaria, Geir Haarde siempre sintió un respeto temeroso y casi paralizante por Oddsson, que viene a ser el creador del sistema neoliberal que se vino abajo en 2008. «El hecho de que se persiga solo a Haarde ha debilitado mucho el caso, ahora está muy politizado -lamenta desde Reikiavik el periodista y presentador de televisión Egill Helgason-. Desde luego, fue un desastre como primer ministro, pero tengo la sensación de que no será condenado. Eso sí, una de las facetas más atractivas del juicio está en la cantidad de testigos que hay. Tenemos directivos de los bancos, ministros del gobierno y otras lumbreras: será interesante escuchar lo que dicen». Allí estarán, por ejemplo, la actual primera ministra, la socialdemócrata Jóhanna Sigurðardótir, o el propio Oddsson, que ya ha adelantado la intención de ayudar en lo que pueda a su buen amigo Haarde. También le ha manifestado públicamente su apoyo el obispo de Islandia, que en su sermón de Año Nuevo se refirió al juicio como «una desgracia para la nación».
El mundo, un tanto sorprendido por la insólita imagen de un gobernante respondiendo ante los tribunales, también lleva unos cuantos meses asombrado ante la recuperación de Islandia, un país que, según la gráfica descripción de un responsable del Fondo Monetario Internacional, estuvo «a punto de morir». La receta para salir de la crisis -difícilmente transferible, ya que solo parece servir para un país muy pequeño con moneda propia- está dando unos resultados excelentes: tras un importante programa de ajustes, Islandia concluyó en verano su programa de 33 meses con el Fondo Monetario Internacional, ha regresado a los mercados financieros y se encuentra en un momento de «expansión moderada», con un crecimiento previsto del 2,5% para este año. El llamado World Trade Center de Reikiavik, un ambicioso proyecto con hoteles, apartamentos de lujo y zonas de ocio, se había convertido en 2008 en emblema de la paralización del país, pero el Gobierno decidió completar el centro de conciertos Harpa, un imponente edificio acristalado de 110 millones de euros que se inauguró el año pasado y bien puede simbolizar la resurrección.
Aunque los islandeses no lo ven tan claro. El enojo que desencadenó en 2009 la 'Revolución de las Cazuelas y las Sartenes', bautizada así por el uso de utensilios de cocina para hacer ruido y acallar a los políticos, se ha hecho fuerte en los ánimos de la población: «La deuda sigue teniendo un peso inmenso y hay un descontento muy grande entre la gente -explica Egill Helgason-. Nuestro gobierno es extremadamente impopular, con un índice de aprobación que ronda el 20%. La deuda está haciendo daño a las familias, a los pequeños negocios y al Estado. Islandia no es la historia de éxito que hemos estado leyendo en los periódicos extranjeros: ha habido mucha emigración a Escandinavia, los salarios han bajado un montón, la moneda es muy débil... Pero, al menos, no tenemos el nivel del desempleo de otros lugares de Europa». En eso, desde luego, tiene razón: allí casi no conocían el paro, así que andan bastante preocupados por la tasa actual, pero desde estas latitudes parece una cifra admirable. Ronda el 7%.